25 febrero, 2006

La trastienda del Flirt

No te sientes diferente, muy al contrario, en realidad todo te parece igual que antes, que hace diez, veinte o cien años, todo como siempre lo será: una gran aglomeración de cuerpos, cimbreantes, sudororos, efimeros. Una confuso grupo de gente casi diluída en su soledad, intentando el salto agónico, la salvación extrema, la repentina realización de todos sus deseos.

Saltan, bailan, gritan, se ofrecen a cada paso, a cada giro, con cada mirada. Tiene un poco de rito atávico y un mucho de naturaleza animal, sexual. Buscan, rastrean , se inflaman, se desesperan huyen de sí mismos y de su aburrimiento, de su propia desidia. Encuentran otras decepciones, otros fugitivos, otras formas de sed de vida, otros corazones muertos.

Nunca deja de encontrarse a alguien con el corazón en llamas, que busca en el amasijo humano un alivio a sus sufrimientos, un desquite a sus fracasos, una milagrosa resurrección. Un gesto denso, casi intencionado, una mirada especiada – un espejismo más, una ilusión de felicidad.

Es imposible encontrar la redención a ningun pecado, sea de la naturaleza que sea, en el rostro angelical con ojos de pantera, cuya mirada incitadora, embelesa, ofrece un cielo pasajero. No importa el ritmo de sus caderas, la cadencia de sus senos y el aleteo de sus brazos. Sus manos que, con descuidado gesto estudiado, apartan de sus tersas mejillas sedosos mechones que estorban. Y no importa su sonrisa dulce, sus dientes blancos, nuevos, su sonrisa clara, ensayada; no importa su voz ingenua, su tacto calido, su aliento dulce y su inocente desdén. Es la belleza descarnada, recién nacida, avasalladora, sorprendente la que se presenta ante tus ojos; belleza irreprochable en sus formas y vacía, todavía vacía, catastróficamente vacía de contenido. La belleza sin dolor, sin orografía, sin paisaje, sin perspectiva, sin luces ni sombras – aburrida.

Pero ¿qué más da? ¿a quién le importa la redención, la salvación? ¿a quién le importa nada? Solo importa el momento; el olvidar la soledad aunque solo sea por un instante está por encima de cualquier dignidad, de cualquier moral... o quizá no.

Y no hay redención para siempre, y no hay éxito, no hay suerte y no hay fracaso duradero. Hasta la más bellas de las rosas con el tiempo se acaba por secar....

22 febrero, 2006

Las Olimpiadas de invierno

Están a punto de terminar los JJOO en Turín, los de invierno, que por estos pagos sigue presente y blanco en las calles pero al que tanto en Italia como en España, no le queda ni un suspiro.

Supongo que será porque hoy tengo ese talante. Me da que no son las cosas las que nos hacen reflexionar sino que es nuestra necesidad de reflexión la que encuentra los motivos para ello.

Y hoy me ha dado por buscar diferencias (debo tener la serotonina baja). Igual otro día que me esté un poco más animado puede que me dé por buscar parecidos. Y la olimpiada blanca es una diferencia, es uno de esos pequeños detalles que nos separan de los nórdicos, de los rusos. Y el quid de la cuestión no está en la olimpiada en sí, sino en la percepción que se tiene de la misma.

Y a veces me sorprendo en un de esos ataques de mimetismo que me suelen dar: rodeado de amigos estoy en un bar vibrando con el sprint final de la carrera de relevos de biatlón ¡los rusos han ganado la plata contra todo pronóstico!

En ese momento me alegro, de todo corazón me alegro por ellos aunque después me tome la cerveza con un puntito de decepción: yo soy más de Noruega y encima han ganado los alemanes... cesa la crisis mimética, “¿Biatlón...? ¿cómo coño he llegado a ver carreras de biatlón?

Las olimpiadas de invierno con su esquí de fondo, el alpino, el mismo biatlón, los saltos, el patinaje, el hockey (sí, sobre todo el hockey), se viven en Rusia igual que se viven en Suecia o en Noruega, es decir con una intensidad inusitada, con una emoción desbocada a la, supuestamente, estos septentriones son poco dados ¡es que los ves mover las piernas por debajo de la mesa al ritmo que Yulia Chepalova mueve las suyas en su relevo de esquí de fondo! la apoyan, la empujan, la llevan hacia la meta. Y se enfadan tremendamente, y discuten, y pretenden hacer jabón con la grasa de la piel del arbitro que les ha anulado un gol contra el enemigo canadiense en la guerra que es el hockey.

Para ellos los deportes de invierno no son como para nosotros - un espectáculo exótico más o menos interesante. Las llanuras nevadas y los esquís despiertan la llama blanca en sus pupilas y las victorias de los suyos les embargan. Conocen muy bien el roce de los esquís con la nieve, el agradable rasgueo de los patines en el hielo y el sonido seco del golpeo a la pastilla en el hockey. Entienden a la perfección el léxico, las disciplinas y las sutilezas que hacen ganar o perder una carrera.

Los juegos de verano... no son lo mismo. Es cierto que los siguen, pero no les producen las mismas emociones. Quizá porque la mayoría de los deportes son de importación o porque son agotadores y sin ese toque lúdico que da la nieve - frescura, sorpresa, entusiasmo, sobre todo en los niños... y esa luz que viene de todos lados... Los primeros recuerdos son de sensaciones y son siempre los más fuertes.

La diferencia en este caso no está en el temperamento sino en la cosas que lo encienden. Los rusos sienten la misma necesidad de emocionarse que nosotros, pero solo lo hacen con lo suyo, con sus tradiciones, con aquello que son, que llevan en los genes.

A un español, por ejemplo, le pasa lo mismo con el fútbol, el ciclismo y algún que otro deporte más. Un partido de hockey sobre hielo o un eslalon especial puede encandilarlo por un momento (si consigue llegar a entenderlos), pero el latido será por la curiosidad, por lo desconocido... mira hacia lo lejos y salta al vacío desde el imaginario trampolín de saltos.

Y yo ¿qué latido tengo? Pues no sé, son sensaciones encontradas. También conozco el encanto del hielo... Puede que una latido mediterráneo con pequeñas lagunas nevadas. ;-)

Diferencia, similitud - territorio cambiante, subjetivo, que depende del color del cristal con que se mira.

09 febrero, 2006

Concierto de Depeche Mode

El día 4 de marzo actúa Depeche Mode. La banda inglesa se echa a la carretera después de... ¿cuatro, siete años? En realidad son más, David Gahan y su gente no se embarcaban en una singladura mundial de verdadera enjundia, con disco nuevo y digno, desde finales de los ochenta.

Uno de los puertos de atraque de los reyes del tecno-pop de los "eighties" va a ser Moscú. Cuando lleguen los Depeche por estos pagos, ya habrán entretenido a los nostálgicos en Madrid y en Barcelona. Habrán llenado, o casi, en Las Ventas o en alguno de esos recintos madrileños tan castizos y, claro, en el Palau San Jordi.

En Moscú también van a llenar hasta la bandera el Olimpiisky, un enorme palacio de deportes multiusos, donde lo mismo actúan los Foo Fighters , se juega un partido de fútbol o Marat Safin y sus chicos les vuelven a amargar la tarde a los franceses en la Copa Davis.

El concierto en sí carece de importancia. No es el primer grupo “gran reserva” que llega por aquí, ni será el último. Y tampoco se puede descartar que, a partir de ahora, les pase como a los ilustres jurásicos de Deep Purple, que vuelven cada año en giras cada vez más prolongadas a lo largo y ancho de la madre Rusia.

La gracia está en otra cosa, en el fenómeno social que se ha producido alrededor de la visita de cuatro señores ingleses que, como grupo, estaban muertos y enterrados desde hace bastante tiempo.

El caso es que prácticamente no quedan entradas desde hace un mes. La gente está rebañando los restos. Las entradas para otear el concierto desde el gallinero y a vista de pájaro cuestan alrededor de los 120 euros. Los precios, cuando el billetaje se puso a la venta, rondaban también los 100 euros y la gente llegaba casi a las manos por conseguir una entrada... Los organizadores, visto lo visto, subieron los precios paulatinamente y hoy las más baratas están sobre los 300 euros y las más caras sobre los 600 eurazos... eso sin contar las de la zona noble con unos precios que no son de este mundo.

Está claro que los especialistas en marketing están perfectamente adiestrados en el uso y abuso de los resortes de la psicológicos de la gente... con eso y con un par de noticias bien aliñadas con palabras del estilo de “exclusivo” , “excepcional” y un par de grandes éxitos... pero no, no creo que sea solo esto porque ya lo han intentado otras veces y no les ha salido, por lo menos hasta este punto.

Es algo más, hay algo más, debe tratarse de algo paranormal eso de que la gente vaya como loca buscando entradas sin reparar en gastos para ver a los “Depeche Mode”. Aunque la música no les guste, aunque solo para presumir ante los amigos de haberse gastado el sueldo de un mes para ir con la amante a escuchar “Personal Jesus”...

... y no, no quería caer en el tópico que me tanto me irrita pero es que, de verdad, este país es una caja de sorpresas.

02 febrero, 2006

Canadá - la América plácida

La verdad es que me siento un poco como Roger Federer cuando recogía el otro día el trofeo de campeón en el Aussie Open. "No sé que decir... no sé que decir, de verdad..." yo tampoco sé que decir.

No creo que me vaya a extender demasiado. Tengo muchas cosas en mi zurrón canadiense, pero no encuentro las que merezca la pena enseñar. Al menos eso me parece... puede que la causa sea lo repetido del viaje o mi estado de ánimo, o quizá todo fue excesivamente normal.

Las emociones del encuentro con mis amigos solamente me incumben a mí. Por mucho que la experiencia de los medios con programas del pelaje de "El Gran Hermano" indique lo contrario, a vosotros no os deberían interesar.

Canadá es espacio, mucho espacio. Es un país enorme con déficit demográfico. De sus tesoros naturales y de sus extensísimos y preciosos parques; sobre Nunavut, la isla de Vancouver y sobre la húmeda ciudad de Halifax en la costa de Nueva Escocia, acerca de los grizzlies y los indios algonquines no voy a relatar nada, entre otras cosas, porque no he estado. Lamentablemente no me resulta creíble describir con todo lujo de detalles lo que no he visto . La imaginación linda con la mentira... no sé, para eso doctores tiene la santa madre iglesia...

Mi experiencia se limita a las ciudades de Toronto y Montrèal y algunos "espacios abiertos" cercanos a las mismas. Esta es la zona más poblada de Canadá pero con la impronta de la abundancia de espacio, tan común en el resto del país.


Son ciudades gigantes, muy extendidas, desparramadas. Las calles son rectas interminables, kilométricas, que se entrecruzan para formar megaparrillas. Los centros urbanos son inciertos y altos. Una señal inequívoca de que uno se encuentra en el centro de la ciudad es el estar rodeado de rascacielos. Al canadiense le debe de pillar un poco por sorpresa no encontrar espacio para expandirse y, cuando no lo consigue, reacciona con violencia para ganarle al aire lo que no encuentra en la tierra. Edificios altísimos, azules, geométricos, acristalados, de inspiración vegetal, mineral, animal...

Toronto es así y Mississaga (una ciudad dormitorio lindante donde estábamos hospedados) lo es al cuadrado. Son ciudades lógicas, cuadriculadas, impersonales donde es muy difícil orientarse, encontrar puntos de referencia. Hileras infinitas de casas con garaje y jardín, preciosas y de papel, todas iguales; casas separadas por autopistas de cuatro carriles con tráfico fluido pero constante. Da la sensación de vivir en un polígono industrial.

Parques con sus barbacoas, bancos y mesas de madera. Picnic "casual", a mano, incluso al lado del ayuntamiento. Patos, gansos, cisnes y otras aves silvestres campan por sus fueros donde hay algo de agua y comida, así como las omnipresentes ardillas: negras, gordas y abundantes, que complementan la función de las ratas en los cubos de la basura de la ciudad. Nadie los toca, los caza o los apedrean y le han perdido el miedo al hombre.

Es imposible vivir sin coche...Las distancias son tan grandes. No existe cultura de transporte público en Canadá. Hasta en las grandes ciudades faltan autobuses, metro, tranvías. Es imposible llegar a tiempo o visitar más de dos lugares si no se va en coche. La mentalidad de la gente se ha adaptado a las circunstancias y nadie imagina su vida sin sentarse al volante menos de tres horas al día.

Es esto no hay diferencia alguna en este país dual. Canadá es dos países: el Canadá anglófono y el francófono – Québec. El primero tiende hacia la “american way of life”, el segundo es un eco de Francia. Todo lo dicho hasta el momento, en Québec pierde fuerza pero no desaparece. Montreal no es más que una nostalgia de Paris en Norteamérica. Y los “quebecoises” son más franceses que los propios franceses, con sus señales de stop y los rótulos blancos en el centro - “ARRÊT”, en un gesto de actitud propia, natural y común entre los expatriados de todo el mundo y todas las épocas.

Cafeterías, callejuelas, palacetes – fantasmas europeos... y todas las calles llevan nombre de santo como su vigoroso río, el San Lorenzo. Montreal disfruta de una gastronomía que va mucho más allá de las hamburguesas, los perritos calientes y las cocacolas del resto del país; y que se desmarca de la cocina francesa con la utilización de ingredientes americanos y con un signo de identidad propio – el sirope del omnipresente arce.

Pero Canadá es en el fondo una entidad inexistente. Es un país de inmigrantes como Estados Unidos o Australia. En realidad, los únicos habitantes de este vasto territorio son unas comunidades de indios alcoholizados que están a punto de perder su identidad diferencial. Muy a pesar de los esfuerzos del gobierno en conservarlas. Lo demás es un miríada de comunidades llegadas de todas partes del mundo y que, ante la imposibilidad de fundirse en nada, han formado sus micropaíses, sus barrios estancos, viviendo junto con los demás, pero no revueltos con los demás. Un paseo por Toronto te lleva a visitar medio mundo, desde Grecia hasta Korea, con un parada para comer en Etiopía y para comprar en Chinatown. La abundancia de grupos de niños y adolescentes de todas las razas mezcladas que conviven su amistad no parece suficiente para que desaparezca esta sociedad de esclusas en el futuro. Pues hay un tiempo para el aprendizaje y otro para la preponderancia.

Y claro, como cualquier sitio que se precie este país tiene sus “tarjetas de visita”, sus carbunchos que llaman la atención: las espectaculares con todas la letras cataratas de Niágara, la CN Tower, el pirulí de las telecomunicaciones de Toronto que hasta hace cuatro días era el edificio más alto del mundo, la calle Yonge, la más larga del mundo con sus 1.900 kilómetros de longitud, la región de los grandes lagos que son uno solo, la fuerza del río San Lorenzo. Y todas aquellas cosas que no he visto...

En cualquier caso, Canadá es un sitio tranquilo y bello, sin estrés, es la América plácida, donde cada uno vive para sí, sin que nadie le moleste.