El otro día estuve escuchando una tertulia sobre el concepto de perfección en la radio. Era en la Cadena Ser que, ahora con el milagro de Internet, se puede escuchar... perfectamente, casi en cualquier parte del mundo; aunque sin el romanticismo del crepitar de las ondas de radio en los avatares de la atmósfera terrestre.
¿ A quién le puede importar eso? Y esa misma reflexión me pilló un poco por sorpresa. Quizá importaba hace tiempo, en la infancia..., más bien durante la adolescencia, cuando defendía con más firmeza que nunca la idea más peregrina y cambiante, y buscaba una referencia inmutable de facetas perfectas.
Durante esa pubertad que me crecía desmesurada y rápida, apresurada y desigual. Cuando mi traje era ancho o estrecho, largo o corto dependiendo el día y de la parte del cuerpo, dependiendo del momento. Tiempo de desasosiego cuando la incomodidad me hacía buscar a tientas ese estado perfecto, ese lugar perfecto; la belleza perfecta, a la persona perfecta... Días intranquilos y noches inquietas de costado en costado buscando dormir.
Los días diáfanos de la infancia, de conciencia limitada y perfecta quietud, de mañanas alegres y sueño placido me habían abandonado para siempre. Y todavía no habían llegado las noches serenas, cuando la certeza y la resignación de la madurez obligaban a un pacto de no agresión en el que está escrito que las cosas son como son y que lo más razonablemente perfecto es tomarlas de la mejor manera posible.
Los locutores preguntaban a los invitados a la tertulia sobre su concepto de perfección... Las preguntas iban y venían. Todos dudaban porque todos dudamos. La cuestión es inconcreta, incómoda, íntima. Pertenece al territorio profundo, al núcleo de nuestras almas imperfectas, donde anidan nuestros miedos y nuestras inseguridades, donde nuestros demonios luchan denodadamente por perturbar nuestra paz.
Nadie sabía contestar con exactitud, todos se iban por las ramas, divagando; y se asían a la argolla de la inexistencia del concepto o a la paradoja de la perfección de lo imperfecto; a que es aburrida e inservible, insoportable...la perfección.
Y no sé si pensar que no existe la perfección y sí los momentos perfectos: esas situaciones, esos instantes que ya no dan más de sí en su pureza de cristal de roca y que se deshacen con la misma rapidez con la que nacieron, inesperadamente. La perfección sí existe pero el tiempo pasa para ella. La perfección germina, toma forma y plenitud, envejece y se muere con nosotros a cada segundo que pasa. El momento perfecto es lo único que tenemos, de vez en cuando.
¿ A quién le puede importar eso? Y esa misma reflexión me pilló un poco por sorpresa. Quizá importaba hace tiempo, en la infancia..., más bien durante la adolescencia, cuando defendía con más firmeza que nunca la idea más peregrina y cambiante, y buscaba una referencia inmutable de facetas perfectas.
Durante esa pubertad que me crecía desmesurada y rápida, apresurada y desigual. Cuando mi traje era ancho o estrecho, largo o corto dependiendo el día y de la parte del cuerpo, dependiendo del momento. Tiempo de desasosiego cuando la incomodidad me hacía buscar a tientas ese estado perfecto, ese lugar perfecto; la belleza perfecta, a la persona perfecta... Días intranquilos y noches inquietas de costado en costado buscando dormir.
Los días diáfanos de la infancia, de conciencia limitada y perfecta quietud, de mañanas alegres y sueño placido me habían abandonado para siempre. Y todavía no habían llegado las noches serenas, cuando la certeza y la resignación de la madurez obligaban a un pacto de no agresión en el que está escrito que las cosas son como son y que lo más razonablemente perfecto es tomarlas de la mejor manera posible.
Los locutores preguntaban a los invitados a la tertulia sobre su concepto de perfección... Las preguntas iban y venían. Todos dudaban porque todos dudamos. La cuestión es inconcreta, incómoda, íntima. Pertenece al territorio profundo, al núcleo de nuestras almas imperfectas, donde anidan nuestros miedos y nuestras inseguridades, donde nuestros demonios luchan denodadamente por perturbar nuestra paz.
Nadie sabía contestar con exactitud, todos se iban por las ramas, divagando; y se asían a la argolla de la inexistencia del concepto o a la paradoja de la perfección de lo imperfecto; a que es aburrida e inservible, insoportable...la perfección.
Y no sé si pensar que no existe la perfección y sí los momentos perfectos: esas situaciones, esos instantes que ya no dan más de sí en su pureza de cristal de roca y que se deshacen con la misma rapidez con la que nacieron, inesperadamente. La perfección sí existe pero el tiempo pasa para ella. La perfección germina, toma forma y plenitud, envejece y se muere con nosotros a cada segundo que pasa. El momento perfecto es lo único que tenemos, de vez en cuando.
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