18 diciembre, 2006

Otra esquirla

El choque intercultural es siempre problemático. La mezcla de tradiciones y costumbres, y la búsqueda de un termino medio equitativo y razonablemente aceptable para las partes implicadas resulta tremendamente complicado y de resultado generalmente decepcionante.

La fantasmagórica reflexión sobre “el muro” es quizá la piedra angular, la clave que subyace en las relaciones entre personas de diferentes nacionalidades y culturas. Las alegrías y las penas son restos del naufragio en estas rocosas playas extrañas. La visita a estas costas enriquece el alma y fortalece el espíritu, pero deja inevitables costurones en la piel.

Probablemente la interacción con el conjunto de peculiaridades que se conoce por Rusia sea la más difícil de las accesibles. Dejo fuera del zurrón las idiosincrasias africanas, selvático-amazónicas y las asiáticas porque están más allá (o más acá) de nuestro entendimiento.

Cualquier cosa ajena a las calles del pueblo y al patio de la casa de uno mismo implica una distancia. Y cuanto mayor es la distancia más frecuente es la interferencia. Se pierde nitidez y detalle y aparecen vacíos de información, vacíos que hay que compensar con pedazos propios, nuestros, pero extraños al objeto en sí. El resultado es que la imagen que resulta poco o nada tiene que ver con la esencia del mismo.

Todo esto viene a colación con la morbosa tendencia de todos y cada uno de nosotros a establecer juicios de valor sobre las cosas nuevas, especialmente si son disonantes con nuestra forma pensar. La querencia por el conocimiento, el intento de diseccionar la realidad en la que nos encontramos son actos muy loables, necesarios, útiles.

Pero en el caso del análisis de la realidad rusa todo ello no pasa de un mero ejercicio intelectual para retrasar la aparición de la demencia senil. No es nada sano llevar las diatribas hasta el acaloramiento y el sofoco mesiánico de barra bar, intentando reformar a Rusia como país y salvar el alma de sus habitantes con una jarra de cerveza en la mano y nuestra receta española de hacer las cosas.

No estamos en condiciones de entender las razones de un pueblo adolescente que no se entiende ni a sí mismo. Además de que no tenemos derecho a juzgar su caleidoscópica sicología, maltrecha por la falta de luz, y por unos bruscos y constantes cambios de temperatura que revientan el forjado del cemento, desvían las vías de los trenes y hacen saltar la mejor de las pinturas en las fachadas.

Problemas y vicisitudes con frecuencia desventuradas, no siempre merecidas, que han ido moldeando unas costumbres determinadas; ni correctas, ni incorrectas; ni buenas, ni malas. Valor diferencial, propio, a nuestros ojos, caótico, de matriz ajena e irritante.

Rusia y los rusos encarnan una forma, otra forma de vivir la vida relativamente cercana a la nuestra pero en suma diferente; son del “planeta” de al lado, pero de otro “planeta”. En ellos destacan unos rasgos de la naturaleza humana que en nosotros están amortiguados, reprimidos. Con frecuencia las mismas miserias, en ocasiones (escasas), la misma grandeza.

Yo he pasado por mucha etapas de percepción y he pisado la mayoría de los charcos de este país pero, sin embargo, todavía me resulta muy difícil escribir sobre esto. Creo que los años no me han servido de nada, continúo sintiéndome como un mono con una calculadora... no sé por dónde cogerla... bueno, quizás algo sí que he aprendido: que no hay que “cebarse” con ella...

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