02 febrero, 2006

Canadá - la América plácida

La verdad es que me siento un poco como Roger Federer cuando recogía el otro día el trofeo de campeón en el Aussie Open. "No sé que decir... no sé que decir, de verdad..." yo tampoco sé que decir.

No creo que me vaya a extender demasiado. Tengo muchas cosas en mi zurrón canadiense, pero no encuentro las que merezca la pena enseñar. Al menos eso me parece... puede que la causa sea lo repetido del viaje o mi estado de ánimo, o quizá todo fue excesivamente normal.

Las emociones del encuentro con mis amigos solamente me incumben a mí. Por mucho que la experiencia de los medios con programas del pelaje de "El Gran Hermano" indique lo contrario, a vosotros no os deberían interesar.

Canadá es espacio, mucho espacio. Es un país enorme con déficit demográfico. De sus tesoros naturales y de sus extensísimos y preciosos parques; sobre Nunavut, la isla de Vancouver y sobre la húmeda ciudad de Halifax en la costa de Nueva Escocia, acerca de los grizzlies y los indios algonquines no voy a relatar nada, entre otras cosas, porque no he estado. Lamentablemente no me resulta creíble describir con todo lujo de detalles lo que no he visto . La imaginación linda con la mentira... no sé, para eso doctores tiene la santa madre iglesia...

Mi experiencia se limita a las ciudades de Toronto y Montrèal y algunos "espacios abiertos" cercanos a las mismas. Esta es la zona más poblada de Canadá pero con la impronta de la abundancia de espacio, tan común en el resto del país.


Son ciudades gigantes, muy extendidas, desparramadas. Las calles son rectas interminables, kilométricas, que se entrecruzan para formar megaparrillas. Los centros urbanos son inciertos y altos. Una señal inequívoca de que uno se encuentra en el centro de la ciudad es el estar rodeado de rascacielos. Al canadiense le debe de pillar un poco por sorpresa no encontrar espacio para expandirse y, cuando no lo consigue, reacciona con violencia para ganarle al aire lo que no encuentra en la tierra. Edificios altísimos, azules, geométricos, acristalados, de inspiración vegetal, mineral, animal...

Toronto es así y Mississaga (una ciudad dormitorio lindante donde estábamos hospedados) lo es al cuadrado. Son ciudades lógicas, cuadriculadas, impersonales donde es muy difícil orientarse, encontrar puntos de referencia. Hileras infinitas de casas con garaje y jardín, preciosas y de papel, todas iguales; casas separadas por autopistas de cuatro carriles con tráfico fluido pero constante. Da la sensación de vivir en un polígono industrial.

Parques con sus barbacoas, bancos y mesas de madera. Picnic "casual", a mano, incluso al lado del ayuntamiento. Patos, gansos, cisnes y otras aves silvestres campan por sus fueros donde hay algo de agua y comida, así como las omnipresentes ardillas: negras, gordas y abundantes, que complementan la función de las ratas en los cubos de la basura de la ciudad. Nadie los toca, los caza o los apedrean y le han perdido el miedo al hombre.

Es imposible vivir sin coche...Las distancias son tan grandes. No existe cultura de transporte público en Canadá. Hasta en las grandes ciudades faltan autobuses, metro, tranvías. Es imposible llegar a tiempo o visitar más de dos lugares si no se va en coche. La mentalidad de la gente se ha adaptado a las circunstancias y nadie imagina su vida sin sentarse al volante menos de tres horas al día.

Es esto no hay diferencia alguna en este país dual. Canadá es dos países: el Canadá anglófono y el francófono – Québec. El primero tiende hacia la “american way of life”, el segundo es un eco de Francia. Todo lo dicho hasta el momento, en Québec pierde fuerza pero no desaparece. Montreal no es más que una nostalgia de Paris en Norteamérica. Y los “quebecoises” son más franceses que los propios franceses, con sus señales de stop y los rótulos blancos en el centro - “ARRÊT”, en un gesto de actitud propia, natural y común entre los expatriados de todo el mundo y todas las épocas.

Cafeterías, callejuelas, palacetes – fantasmas europeos... y todas las calles llevan nombre de santo como su vigoroso río, el San Lorenzo. Montreal disfruta de una gastronomía que va mucho más allá de las hamburguesas, los perritos calientes y las cocacolas del resto del país; y que se desmarca de la cocina francesa con la utilización de ingredientes americanos y con un signo de identidad propio – el sirope del omnipresente arce.

Pero Canadá es en el fondo una entidad inexistente. Es un país de inmigrantes como Estados Unidos o Australia. En realidad, los únicos habitantes de este vasto territorio son unas comunidades de indios alcoholizados que están a punto de perder su identidad diferencial. Muy a pesar de los esfuerzos del gobierno en conservarlas. Lo demás es un miríada de comunidades llegadas de todas partes del mundo y que, ante la imposibilidad de fundirse en nada, han formado sus micropaíses, sus barrios estancos, viviendo junto con los demás, pero no revueltos con los demás. Un paseo por Toronto te lleva a visitar medio mundo, desde Grecia hasta Korea, con un parada para comer en Etiopía y para comprar en Chinatown. La abundancia de grupos de niños y adolescentes de todas las razas mezcladas que conviven su amistad no parece suficiente para que desaparezca esta sociedad de esclusas en el futuro. Pues hay un tiempo para el aprendizaje y otro para la preponderancia.

Y claro, como cualquier sitio que se precie este país tiene sus “tarjetas de visita”, sus carbunchos que llaman la atención: las espectaculares con todas la letras cataratas de Niágara, la CN Tower, el pirulí de las telecomunicaciones de Toronto que hasta hace cuatro días era el edificio más alto del mundo, la calle Yonge, la más larga del mundo con sus 1.900 kilómetros de longitud, la región de los grandes lagos que son uno solo, la fuerza del río San Lorenzo. Y todas aquellas cosas que no he visto...

En cualquier caso, Canadá es un sitio tranquilo y bello, sin estrés, es la América plácida, donde cada uno vive para sí, sin que nadie le moleste.

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